lunes, 13 de mayo de 2013

Enfermedades Mentales: frutos de la sociedad


 Cuando mis inquietudes vocacionales me comenzaron a subyugar, fue cuando decidí ir a visitarlo. Al mismo tiempo, podría calmar inquietudes que afloraban en mi mente y lisa y llanamente apaciguar  aquel sentimiento de pesar producto de nunca antes visitarlo. Es que mis padres eran bien ariscos al tema, aún cuando se trataba del hermano de mi papá. “Es sangre de mi sangre, me decía”. Y aún que muchos lo negaran, pues nadie puede discriminar familia, por enfermedades mentales. Finalmente mis pensamientos se corroboraron e intensificaron luego de vivir la tamaña experiencia que narraré a continuación.
Me bajé en la estación de Cerro Blanco, luego caminé por Santos Dumont hacia Independencia, casi segura de que iba en la dirección correcta. Para alivio mío, me topé luego de caluroso caminar, con avenida la Paz y luego doblé hacia la izquierda, tal cual como me había indicado el guardia del Metro. Y sí, había llegado, ahí estaba frente a mí el Instituto Psiquiátrico Dr. José Horwitz Barak. Por causas que sólo se las atribuyo a la suerte, diez minutos más tarde recorría sus largos, tenebrosos y oscuros pasillos, tratando de hacer hora ya que mi tío estaría disponible aproximadamente en 2 horas más, según había leído en un cartel de horarios de visitas.
Y así me fui internando cada vez más, hasta llegar a los patios y divisar gente. Decidí acercarme y mirar qué hacía cada uno. Sentado junto a una radio, se encontraba un anciano que sostenía una Biblia y hablaba algo sobre la salvación, mientras una joven cabizbaja lo escuchaba atentamente. A la derecha de ellos, en una sala con amplias ventanas, divisé a un grupo de personas sentadas en círculo escuchando a un seguramente profesional médico que leía el diario. Preferí no consultar acerca de todo lo que veía, pues sabía que no era fácil acceder a estos lugares, así que, con sigilosa curiosidad pude enterarme de las distintas terapias que allí se imparten. Como el caso de la “terapia de actualidad” en donde efectivamente la persona que leía el diario era una enfermera que se encargaba de poner en contacto con el mundo exterior a los pacientes como forma terapéutica. También, en los pasillos exteriores colindantes, en donde abundaban murales al parecer hechos por ellos mismos, pude averiguar acerca de otras terapias, esta vez lo hice acercándome a Juan alías el Poeta, paciente del Instituto que me inspiró confianza, arriesgándome a una mala aceptación. Se llamaba Juan y escribía algo desesperado sobre unas hojas amarillentas.
En un comienzo fue reacio a contestar mi saludo, no me miraba, de hecho nunca me miró. Pero con paciencia y delicadeza, pude establecer una conversación que me hizo entender dónde verdaderamente me encontraba.
“A cualquiera le puede pasar”. Me contestó cuando le preguntaba desde cuándo estaba internado en esta clínica. Por lo que pude entender, allí había gente internada por largos períodos, incluso décadas. Mas, no por su eventual gravedad mental, sino por  abandono de sus familiares; no tienen a dónde ir o esperan eternamente que alguien vaya por ellos.

Ahora pude entender su frase. La sociedad o el medio en donde nos desenvolvemos gatilla muchas veces una enfermedad psiquiátrica…Mejor decidí sacar papel y lápiz y comenzar ha registrar todo el mundo que estaba descubriendo. De pronto, Juan apuntó a un grupo de personas que bailaban en una sala continua, que según él estaban en “terapia de fiestas o música”, allí, en el Sector 2. Se percibía un ambiente ameno, por lo menos todos esbozaban una sonrisa. Algunos bailaban, otros cantaban, y de hecho otros se besaban apasionadamente. El Poeta me explicó sabiamente que muchos se enamoraban, estableciendo relaciones duraderas, así como también existían muchos “Don Juanes”, siempre en busca del amor.
Cuando accedí a regalarle un par de cigarros,  que según el necesitaba imperiosamente, logramos entablar más confianza. Allí  Juan comenzó a hablarme de su vida dentro del hospital. Me dijo que pasaba horas en talleres de jardinería o artesanía y una vez al mes participaba en obras de teatro (otros tipos de terapias);  pero la mayor parte del tiempo la pasaba escribiendo poemas. Me confesó que sufría bipolaridad asociada a un cuadro depresivo, pero que ya se encontraba estable y normal. “Porque la rehabilitación implica nacer de nuevo, así que yo no estoy loco” Me dijo con gran énfasis.

Me parecía extraño cómo un hospital psiquiátrico podía transformarse en toda una sociedad, donde convivía gente bipolar, esquizofrénica, con trastornos de personalidad, suicida, hasta incluso homicidas que, sin embargo, lograban desenrollarse sin conflictos y más aún muchos, alcanzando la felicidad. No sabía a qué atribuirlo, pero de lo que sí estaba segura, era del vínculo crucial que determina al ser humano: la sociedad y las emociones.
*
Cuando le pregunté por la gravedad mental que alcanzan algunos, frunció el ceño. Me confesó que había gente muy loca, que se encontraba en la “unidad judicial”, en donde se atendían a los que pasaban a crisis peligrosas y terribles. Intuí entonces que las camisas de fuerza o pabellones aislados existían y que los cuestionados “electroshock” eran cosas de todos los días. Pero me confesó que en este último caso, se podía acceder más fácilmente, pues eran benéficos para su salud. Aproveché de preguntarle acerca de los profesionales que trabajaban aquí, que qué les decían acerca de los electroshoks, pero no quiso referirse más al tema.
Minutos más tarde Juan tenía que ir a tomarse sus respectivos fármacos, pero antes de irse me dijo con firmeza “Los Humanos nos enfermamos de lo Humano, recuérdalo” y me arrojó hojas con sus poemas. Yo sorprendida miré a la enfermera que lo sostenía, la cual me miraba con cara de no saber quién era yo. Fue ahí cuando me acordé que mi verdadero fin era ver a mi tío Miguel. La enfermera se extrañó de mi fácil ingreso y que nadie notara mi presencia; aún así me dirigió a una especie de recepción. Rápidamente realizó una llamada telefónica preguntado por el paciente a quien yo buscaba. Así me enteré que dicho paciente ya no se encontraba aquí, que lo habían derivado a una clínica “menos rigurosa”, una especie de estancia o asilo fuera de Santiago.
Me vi en la obligación de hacer una serie de trámites de identificación antes de dejar aquel místico lugar. De hecho tuve que llamar a mi madre –que nada sabía de mi travesía- para que me fuera a buscar. Cuando me subí al auto, me di cuenta del mundo privado que sucedía dentro del hospital. Un mundo en donde se ayudaba a compartir y al mismo tiempo se protegía a los pacientes. Sin embargo, dicha protección los aislaba de la realidad, pensaba. Aunque dicha realidad, fuese cruda y que era fiel reflejo de nuestra sociedad discriminadora e intolerable con los enfermos mentales. Y sólo internándome en esta comunidad, pude darme cuenta.   

Mi madre no hablaba, produciéndose un silencio incómodo. Nos internamos en la Auto pista y la mudez fue rota cuando le pregunté hacia dónde nos dirigíamos. Ella me respondió lánguida: “A ver a tu tío Miguel”.


                                                                                                         E.M.S 2006