Cuando mis inquietudes vocacionales
me comenzaron a subyugar, fue cuando decidí ir a visitarlo. Al mismo tiempo,
podría calmar inquietudes que afloraban en mi mente y lisa y llanamente apaciguar
aquel sentimiento de pesar producto de nunca
antes visitarlo. Es que mis padres eran bien ariscos al tema, aún cuando se
trataba del hermano de mi papá. “Es sangre de mi sangre, me decía”. Y aún que
muchos lo negaran, pues nadie puede discriminar familia, por enfermedades
mentales. Finalmente mis pensamientos se corroboraron e intensificaron luego de
vivir la tamaña experiencia que narraré a continuación.
Me bajé en la estación de Cerro
Blanco, luego caminé por Santos Dumont hacia Independencia, casi segura de que
iba en la dirección correcta. Para alivio mío, me topé luego de caluroso
caminar, con avenida la Paz
y luego doblé hacia la izquierda, tal cual como me había indicado el guardia
del Metro. Y sí, había llegado, ahí estaba frente a mí el Instituto Psiquiátrico Dr. José Horwitz Barak. Por causas que sólo
se las atribuyo a la suerte, diez minutos más tarde recorría sus largos,
tenebrosos y oscuros pasillos, tratando de hacer hora ya que mi tío estaría
disponible aproximadamente en 2 horas más, según había leído en un cartel de horarios
de visitas.
Y así me fui internando cada vez
más, hasta llegar a los patios y divisar gente. Decidí acercarme y mirar qué
hacía cada uno. Sentado junto a una radio, se encontraba un anciano que
sostenía una Biblia y hablaba algo sobre la salvación, mientras una joven
cabizbaja lo escuchaba atentamente. A la derecha de ellos, en una sala con
amplias ventanas, divisé a un grupo de personas sentadas en círculo escuchando
a un seguramente profesional médico que leía el diario. Preferí no consultar
acerca de todo lo que veía, pues sabía que no era fácil acceder a estos
lugares, así que, con sigilosa curiosidad pude enterarme de las distintas
terapias que allí se imparten. Como el caso de la “terapia de actualidad” en
donde efectivamente la persona que leía el diario era una enfermera que se
encargaba de poner en contacto con el mundo exterior a los pacientes como forma
terapéutica. También, en los pasillos exteriores colindantes, en donde
abundaban murales al parecer hechos por ellos mismos, pude averiguar acerca de otras
terapias, esta vez lo hice acercándome a Juan alías el Poeta, paciente del Instituto
que me inspiró confianza, arriesgándome a una mala aceptación. Se llamaba Juan
y escribía algo desesperado sobre unas hojas amarillentas.
En un comienzo fue reacio a
contestar mi saludo, no me miraba, de hecho nunca me miró. Pero con paciencia y
delicadeza, pude establecer una conversación que me hizo entender dónde
verdaderamente me encontraba.
“A cualquiera le puede pasar”. Me
contestó cuando le preguntaba desde cuándo estaba internado en esta clínica.
Por lo que pude entender, allí había gente internada por largos períodos,
incluso décadas. Mas, no por su eventual gravedad mental, sino por abandono de sus familiares; no tienen a dónde
ir o esperan eternamente que alguien vaya por ellos.
Ahora pude entender su frase. La
sociedad o el medio en donde nos desenvolvemos gatilla muchas veces una
enfermedad psiquiátrica…Mejor decidí sacar papel y lápiz y comenzar ha registrar
todo el mundo que estaba descubriendo. De pronto, Juan apuntó a un grupo de
personas que bailaban en una sala continua, que según él estaban en “terapia de
fiestas o música”, allí, en el Sector 2. Se percibía un ambiente ameno, por lo
menos todos esbozaban una sonrisa. Algunos bailaban, otros cantaban, y de hecho
otros se besaban apasionadamente. El Poeta me explicó sabiamente que muchos se
enamoraban, estableciendo relaciones duraderas, así como también existían
muchos “Don Juanes”, siempre en busca del amor.
Cuando accedí a regalarle un par de
cigarros, que según el necesitaba
imperiosamente, logramos entablar más confianza. Allí Juan comenzó a hablarme de su vida dentro del
hospital. Me dijo que pasaba horas en talleres de jardinería o artesanía y una
vez al mes participaba en obras de teatro (otros tipos de terapias); pero la mayor parte del tiempo la pasaba escribiendo
poemas. Me confesó que sufría bipolaridad asociada a un cuadro depresivo, pero
que ya se encontraba estable y normal. “Porque la rehabilitación implica nacer
de nuevo, así que yo no estoy loco” Me dijo con gran énfasis.
Me parecía extraño cómo un hospital psiquiátrico
podía transformarse en toda una sociedad, donde convivía gente bipolar, esquizofrénica, con trastornos de personalidad, suicida, hasta
incluso homicidas que, sin embargo, lograban desenrollarse sin conflictos y más
aún muchos, alcanzando la felicidad. No sabía a qué atribuirlo, pero de lo que
sí estaba segura, era del vínculo crucial que determina al ser humano: la
sociedad y las emociones.
*
Cuando le pregunté por la gravedad
mental que alcanzan algunos, frunció el ceño. Me confesó que había gente muy
loca, que se encontraba en la “unidad judicial”, en donde se atendían a los que
pasaban a crisis peligrosas y terribles. Intuí entonces que las camisas de
fuerza o pabellones aislados existían y que los cuestionados “electroshock”
eran cosas de todos los días. Pero me confesó que en este último caso, se podía
acceder más fácilmente, pues eran benéficos para su salud. Aproveché de
preguntarle acerca de los profesionales que trabajaban aquí, que qué les decían
acerca de los electroshoks, pero no quiso referirse más al tema.
Minutos más tarde Juan tenía que ir
a tomarse sus respectivos fármacos, pero antes de irse me dijo con firmeza “Los
Humanos nos enfermamos de lo Humano, recuérdalo” y me arrojó hojas con sus
poemas. Yo sorprendida miré a la enfermera que lo sostenía, la cual me miraba
con cara de no saber quién era yo. Fue ahí cuando me acordé que mi verdadero
fin era ver a mi tío Miguel. La enfermera se extrañó de mi fácil ingreso y que
nadie notara mi presencia; aún así me dirigió a una especie de recepción.
Rápidamente realizó una llamada telefónica preguntado por el paciente a quien
yo buscaba. Así me enteré que dicho paciente ya no se encontraba aquí, que lo
habían derivado a una clínica “menos rigurosa”, una especie de estancia o asilo
fuera de Santiago.
Me vi en la obligación de hacer una
serie de trámites de identificación antes de dejar aquel místico lugar. De
hecho tuve que llamar a mi madre –que nada sabía de mi travesía- para que me
fuera a buscar. Cuando me subí al auto, me di cuenta del mundo privado que
sucedía dentro del hospital. Un mundo en donde se ayudaba a compartir y al
mismo tiempo se protegía a los pacientes. Sin embargo, dicha protección los
aislaba de la realidad, pensaba. Aunque dicha realidad, fuese cruda y que era
fiel reflejo de nuestra sociedad discriminadora e intolerable con los enfermos
mentales. Y sólo internándome en esta comunidad, pude darme cuenta.
Mi madre no hablaba, produciéndose
un silencio incómodo. Nos internamos en la Auto pista y la mudez fue rota cuando le pregunté
hacia dónde nos dirigíamos. Ella me respondió lánguida: “A ver a tu tío
Miguel”.
E.M.S 2006
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